Los cambios a veces duelen

A veces las cosas cambian tanto que no sabes como adaptarte a ellas. Miras a un lado, al otro, esperando ver una sonrisa, una mirada de complicidad, y sólo te encuentras caras extrañas cuyos ojos se preguntan y tú a quien estás buscando. Recuerdas aquel tiempo en el que, mirases donde mirases, siempre había alguien. En cualquier rincón, escondidos donde nadie les ve, había una cara amiga que cuando menos te lo esperabas te tendía una cerveza, que miraban porque sabían que estabas ahí, que no se sorprendían de verte en cualquier punto del mapa, o al contrario, les dabas la sorpresa porque no te esperaban. Recuerdas todas las veces que diste vueltas por en medio de esos cables, que te sentaste en el suelo o en la furgo esperándoles. O todas las que hiciste de guía o te dejaste guiar en pueblos y ciudades desconocidas. Recuerdas cómo te acogieron cuando lo necesitaste, cómo se preocupaban por no dejarte nunca en la calle, cuando te hacían de correo para mandar un regalo. Y todas esas noches, en bares, en la habitación de un hotel, en la recepción, de fiesta o hablando.

Y vuelves a mirar a tu alrededor. Las cosas han cambiado mucho. Ahora se ha hecho grande. Las furgonetas se han convertido en autobuses. Ya no puedes andar entre los cables. La familia ha crecido, tanto, que a veces ni se conocen. Pero ves un nombre, una cara, y sonríes. Y miras un poco más, y allí, escondidos, hay dos rostros familiares. Te acercas y su sonrisa y su abrazo hacen que parezca que todo es igual, y no te importa perderte el final por poder charlar un rato, recordando aquel tiempo en que todo era distinto.